Ella inmóvil, respiraba con lentitud, asustada por lo que
llegaba, se cumplía ya cuatro años de la muerte de su abuelo, el momento de
sacar sus restos llegaba. Caminaba despacio hacia el interior del cementerio, la
luna comenzaba a emerger con una luz tenue sobre la cúpula de aquella capilla
donde ya se han velado tantos cuerpos sin vida; ella observaba cada estatua
situada a lado y lado del inmenso corredor, todo se hallaba lleno de tumbas y
un silbido misterioso se apoderaba de aquel lugar.
Subió las escaleras aproximándose a la bóveda donde
reposaba el cuerpo de su abuelo, el olor a formol la mareaba, no se apreciaba
como ella misma; de repente, allí en medio del camino apareció de entre las
tumbas silbando suavemente, un hombre robusto con un overol azul oscuro y una
gorra roja, sus ojos brillaban reflejando la luna en sus pupilas, sonreía con
tristeza; aquella presencia la perturbaba, creía que lo realizaría sola.
Al quedar frente a frente, se miraron a los ojos, sonrieron
y comenzaron a cavar; se le aguaban los ojos, temblaba, los mosquitos se posaron
sobre ella, pero no la molestaban, se hallaba absorbida por el momento,
perforaba con firmeza y rapidez, sudaba. Al terminar de socavar la tumba, miró aquel
ataúd negro con bordes plateados, lo sacó con calma como moviendo un bebé
recién nacido para no sacarlo de su sueño; cada vez se hacía más oscuro y la
noche se hizo más fría, cuando se posó sobre la tapa del féretro un precioso
colibrí de colores brillantes, que encantaban y llenaban de vida aquel lugar
habitado por espíritus solitarios.
Aquel hombre
seguía allí ayudándola, abrieron el sarcófago de madera que ocultaba ese cuerpo
viejo consumido por los gusanos, que en vida se halló como un templo maravilloso
de movimientos armoniosos. Al contemplarlo ella no logro evitar soltar una
lagrima que bajó hasta su barbilla, aquel hombre que antes le brindo tantas
alegrías, ahora solo era un cadáver al cual no le quedaba ni un pedazo de
carne, los gusanos acabaron con él, pero aun quedaba intacto aquel traje
colorido con el que se sepultó. El colibrí seguía allí quieto, como si formara parte
de ese lugar a pesar de su resplandor.
Ximena
Oquendo H.
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