miércoles, 16 de octubre de 2013

COLIBRÍ EN NECRÓPOLIS


Ella inmóvil, respiraba con lentitud, asustada por lo que llegaba, se cumplía ya cuatro años de la muerte de su abuelo, el momento de sacar sus restos llegaba. Caminaba despacio hacia el interior del cementerio, la luna comenzaba a emerger con una luz tenue sobre la cúpula de aquella capilla donde ya se han velado tantos cuerpos sin vida; ella observaba cada estatua situada a lado y lado del inmenso corredor, todo se hallaba lleno de tumbas y un silbido misterioso se apoderaba de aquel lugar.

Subió las escaleras aproximándose a la bóveda donde reposaba el cuerpo de su abuelo, el olor a formol la mareaba, no se apreciaba como ella misma; de repente, allí en medio del camino apareció de entre las tumbas silbando suavemente, un hombre robusto con un overol azul oscuro y una gorra roja, sus ojos brillaban reflejando la luna en sus pupilas, sonreía con tristeza; aquella presencia la perturbaba, creía que lo realizaría sola.

Al quedar frente a frente, se miraron a los ojos, sonrieron y comenzaron a cavar; se le aguaban los ojos, temblaba, los mosquitos se posaron sobre ella, pero no la molestaban, se hallaba absorbida por el momento, perforaba con firmeza y rapidez, sudaba. Al terminar de socavar la tumba, miró aquel ataúd negro con bordes plateados, lo sacó con calma como moviendo un bebé recién nacido para no sacarlo de su sueño; cada vez se hacía más oscuro y la noche se hizo más fría, cuando se posó sobre la tapa del féretro un precioso colibrí de colores brillantes, que encantaban y llenaban de vida aquel lugar habitado por espíritus solitarios.

 Aquel hombre seguía allí ayudándola, abrieron el sarcófago de madera que ocultaba ese cuerpo viejo consumido por los gusanos, que en vida se halló como un templo maravilloso de movimientos armoniosos. Al contemplarlo ella no logro evitar soltar una lagrima que bajó hasta su barbilla, aquel hombre que antes le brindo tantas alegrías, ahora solo era un cadáver al cual no le quedaba ni un pedazo de carne, los gusanos acabaron con él, pero aun quedaba intacto aquel traje colorido con el que se sepultó. El colibrí seguía allí quieto, como si formara parte de ese lugar a pesar de su resplandor.

Ella lo sacó suavemente, lo abrazó y lloró, él todavía conservaba la imagen de la Virgen del Carmen entre los huesos de sus manos ya tiesas por el tiempo, el alma ya no habitaba en su cuerpo, no era la misma energía que le brotó por los poros hasta el día en que murió. El hombre la ayudó a cortar y partir lo poco que quedaba de él, al finalizar ella sacó de su bolso un pequeño cajón dorado y colocó hueso por hueso dentro de él, el colibrí se posó sobre el cajón dorado aleteando con fuerza, los mosquitos se alejaron, ella cerró la caja y levantó la mirada, el hombre ya no hallaba allí, el colibrí tampoco; ella se amedrento, abrazó el cajón con fuerza, corrió velozmente entre la neblina, al mirar la puerta se sintió aliviada pero justo en frente de ella, se cerró fuertemente, se hallaba atrapada en el tenebroso lugar, comenzó a escuchar voces y un silbido que la ensordecía, cayó de rodillas al suelo, se tapo los oídos y la pequeña caja se abrió. Ahora los huesos estaban por todos los lados, se desprendió una luz fluorescente que encandiló sus ojos, formó la silueta de su abuelo, ella se desmayó y aquella luz se retiro volando como una hoja movida por el viento y se desvaneció.  

Ximena Oquendo H.

No hay comentarios:

Publicar un comentario